Esos ojos. Recuerdo perfectamente la primera vez que
vi esos ojos. Castaños. Criarse en la calle había dejado mella en ellos,
pues su mirada, intensa, era capaz de expresar conjuntamente alegría y
tristeza. Pelo rubio, gran sonrisa... esa sonrisa capaz de hacer que la mía no
cesara. Él de barrio, yo de libros.
Siendo los dos unos críos, que tan a penas habían
empezado la adolescencia, nos conocimos. Las mejores experiencias se viven en
esa etapa, tal vez porque son las primeras. Fue un juego de niños. Nuestros
grupos de amigos se unieron aquellas fiestas del pueblo. Ese día ya estaba
oscureciendo. Quién será ese chico tan alto, pensé. Le miré, me miró. Flechazo.
Disimulé mi sonrisa. Intento en vano, el rostro ruborizado me delató. Empezamos
con las bromas. Rociarlo con mi perfume de fresa desencadenó el resto de
acontecimientos. Horas después la noche llegaba a su fin, y con él el comienzo.
No recuerdo en qué momento sucedió, cuando nos dimos cuenta nos habíamos
quedado a solas. Me acompañó a casa. Metí la llave en la cerradura, pero
ninguno de los dos queríamos que girase. Primera vuelta. Despacio. Segunda
vuelta. << ¿Me acompañas a buscar un quiosco antes de irte? >>. De
espaldas a él sonreí, retiré la llave y no hice ningún comentario referente a
que eran las 5 de la mañana de un domingo. << ¡Claro, vamos! >>.
Nos movimos en dirección a ninguna parte. La conversación fluía. Se sorprendió,
yo no había besado nunca a un chico. Seguimos caminando. Risas, anécdotas, su
vida, mi vida, más risas, experiencias, animales, familia, música, cantamos,
prosiguieron los ''jajaja''. Las 7 de la mañana. Corazón palpitante. Silencio.
Nos miramos. Me sonrojé y agaché la cabeza. Sonrió. << ¿Quieres ser mi
novia?>>. Segundos después de contestar me robó mi primer beso, el
primero de tantos en mi vida... Pero ninguno como aquél, ninguno como los que
me daba él. Rompió mis esquemas.
Demasiado pequeños para entender lo que habíamos
creado, demasiado para valorarlo. Y como pasa con todo aquello que no se
valora, pereció. Se retorció cual pasta de caramelo. Dolió. La almohada fue
testigo del llanto, que en la noche anidó.
Nunca fuimos como los demás. Prometimos una eterna
amistad, no fuimos capaces de desentendernos el uno del otro. Aún con todo el
tiempo no perdona, incesante y arrollador. Fueron cayendo las hojas del
calendario. Él pareció olvidar que un día yo lo fui todo. Yo preferí mirar
hacia otro lado. Con los años él tuvo varias novias, con sus respectivas
peleas; y quién le iba a consolar sino yo... la que tragando algo más que
saliva le decía lucha por ella, lucha por ellas. Siempre apoyándole y
aconsejándole, nunca en beneficio propio.
Pero entre nosotros la historia nunca llegó a terminar.
Que donde fuego hubo cenizas quedan, cuyas brasas se encienden con el más
ligero viento. En momentos de debilidad, de soledad, de malestar, o quizá
de añoranza, nuestros labios se volvían a buscar. Cuanto más tiempo pasaba más esperpéntico
se tornaba el destino, hasta que nuestros caminos se alejaron.
Y hasta el día de hoy, seis años después, así
continúa, en un standby permanente que a veces se permite el lujo de retroceder
y revivir el pasado. Cómo no va a suceder esto si hemos crecido juntos, si nos
hemos hecho adultos codo con codo... Por ello considero que él marcó un antes y
un después en mi vida, dejando huella. E indudablemente como a él le quiero no
voy a querer a nadie. Seguramente, si le
preguntaran a él, la historia resultante no tendría tanta relevancia, puesto que
los hechos se alteran a causa de la subjetividad del narrador. La marca que en
su momento le dejé se borró con las lluvias de las estaciones. Algún día él encontrará con quién pasar el resto de sus primaveras, cosa que llevo años preparándome para afrontar. Jamás sabré lo
que realmente he sido para él, así como jamás olvidaré el aroma de mi perfume en
su camisa.